sábado, 9 de febrero de 2013

LA FORMACIÓN DE LA NACIONALIDAD CUBANA Y SUS COMPLEJIDADES TEÓRICAS EN LOS ESTUDIO SOBRE EL SIGLO XVIII.

La Historiografía Tradicional ante las particularidades regionales del Siglo XVIII Cubano.

Hacia finales de la década de 1980, el Instituto Cubano de Historia publicó la obra Fuentes para la Historia Económica y Social de Cuba (1760-1900), determinando un importante paso de avance en cuanto a la búsqueda de consenso en torno a las fuentes que trataban el desarrollo histórico de la Isla.[1] Unas veces con mayor éxito que otras en cuanto a la ruptura con los dogmas positivistas y estructuralistas que marcaban el tratamiento del siglo XVIII antes y después de 1959, la obra posterior de los investigadores de esta institución contribuyó a consolidar un discurso teórico bastante uniforme sobre la centuria en cuestión.[2]

En general (independientemente de los espectros en que de forma particular se proyectan estos trabajos), dichas obras definen al siglo XVIII como “un período caracterizado por un lento y sostenido proceso de crecimiento económico en el que se acentúan las diferencias entre La Habana y las regiones del interior”.[3] Un criterio parecido se había enunciado por parte de autores de la talla de Ramiro Guerra, Leví Marrero, Fernando Ortiz, Fernando Portuondo, Manuel Moreno Fraginals, Hortensia Pichardo, y otras tantas figuras renombradas de la historiografía nacional anterior a la década de 1980. 

En efecto, el siglo XVIII cubano se caracteriza, ante todo, por una evolución desigual de sus complejos económicos, determinando un desarrollo diferenciado del Centro y Oriente con relación a Occidente (principalmente La Habana). Esto es señalado con frecuencia por la mayoría de los especialistas, asumiendo, entre los siglos XV y XVIII, lo que comúnmente ha ocurrido en el ámbito occidental como elemento generador de todas las estructuras socioeconómicas y políticas del resto de la Colonia, lo cual resulta, en buena medida, de la escasez de información general sobre los primeros siglos coloniales. Destacados historiadores cubanos como Juan Pérez de la Riva, Hernán Venegas Delgado y Jorge Ibarra Cuesta han plasmado esta problemática,[4] sin que posteriormente hayan existido investigaciones dedicadas primordialmente a cubrir tales espacios.

 El crecimiento de la Isla en el siglo XVIII apunta a una zona que no es incluso una región en las primeras décadas, estando limitada a La Habana de extramuros, indudablemente ampliada durante las décadas restantes. Esta zona no incluía al resto de Cuba, lo cual debe ser un aspecto a tomar en cuenta por cualquier estudio serio sobre las etapas posteriores. La implicación de dicho fenómeno abre el espacio para las marcadas diferencias regionales, pues desde muy temprano resulta notable “la capacidad del país para autogenerar un aumento demográfico y diversas formas de cultivo, aunque también se manifiestan indicios de que este crecimiento es desigual en los diferentes complejos regionales que se forman”.[5]

A medida que transita la centuria, tales diferencias se multiplican. Lo singular es que La Habana tiene condiciones internas y externas que la favorecen directamente, conjugándose las geográficas, económicas (sobre todo comerciales) y políticas, típicas de la única ciudad-puerto oficialmente reconocida en la Isla por entonces. No en vano se ha afirmado que “solo en las regiones montuosas del centro y el oriente de la colonia había tierras donde descubrir con el objeto de solicitar la merced correspondiente”.[6]

Mientras en la parte central se mercedan tierras, en La Habana se asiste al proceso de disolución de las haciendas comuneras desde la misma primera mitad del siglo XVIII. La supervivencia de esta institución en el Centro y parte del Oriente será causa de su retraso y de las marcadas diferencias económicas con respecto a Occidente, sobre todo porque en Camaguey y el Centro, principalmente, “el latifundio ganadero se resistió a toda parcelación”.[7]

El proceso de disolución occidental se sustenta en las relaciones comerciales y el tipo de evolución agrícola que sobre ellas se asienta, patente en el aumento de la producción tabacalera y cierto desarrollo de las exportaciones de azúcar a inicios de siglo. La vega de tabaco, por su parte, significó todo un proceso de concentración, mientras que la hacienda ganadera, contrariamente, se caracterizó por la dispersión.

Otra diferencia notable entre zonas se establece por el hecho de que la producción azucarera, también a principios del XVIII, no constituyera una actividad económica de primera importancia en las jurisdicciones de Santa Clara, Remedios, Sancti Espíritus y Puerto Príncipe (lo cual también es válido para la región oriental), con asiento económico fundamental en la rama ganadera. Este fenómeno se complejiza si se toman en cuenta, además, las notables diferencias existentes dentro de las propias zonas, como sucede en los casos de Santa Clara, Remedios y Trinidad, donde las dos últimas estaban en condiciones más favorables para el comercio por su mayor cercanía costera.

          El cuantioso esfuerzo que entonces realizó la Corona por dar solución al viejo problema de la posesión de la tierra; no obstante todo intento para renovar e impulsar la economía de la Isla tenía que pasar, de una u otra forma, por la aplicación de medidas que limitaran las atribuciones de los cabildos en cuanto al otorgamiento de mercedes, lo cual significó un impedimento a la centralización; de ahí que en 1729 y 1739, respectivamente, se dictaminara el sistema de venta y composición de tierras, mediante el cual se instauraron los procedimientos legales para  que los cabildos pudieron disponer de las tierras propias, pero no de las realengas. Cuando en 1754 se establecieron nuevas disposiciones de este tipo (con efecto mucho mayor en la región de La Habana), se facilitó el proceso de concentración, la expansión de la agricultura comercial  y la sedimentación de la plantación esclavista que caracterizarían a la segunda mitad del siglo, aunque no en la misma proporción dentro de la Colonia cubana.

 La hacienda comunera constituyó un freno para el proceso de movilización de la propiedad agraria, la subdivisión interna y hasta la propia explotación de la tierra, observándose a lo largo del siglo fuerzas internas que frenan cualquier intento de desarrollo. Éstas se ubicaban en mayor medida hacia el Centro y el Oriente, donde resulta más visible el atraso. Por demás, las élites jurisdiccionales que se aglutinan alrededor de los cabildos pronto comienzan a diferenciarse de su homóloga occidental, no ya por el sistema de propiedad o de producción en sí mismo, sino por el componente de ideas que sobre estas bases se gesta.

Desde finales del siglo XVII aparece una tendencia, que marcará todo el XVIII, sobre todo, hacia el interior de la isla; así, “en Remedios, Trinidad, Sancti Spíritus, Puerto Príncipe, Bayamo y Baracoa, la opción del  comercio oficial era muy débil para propiciar un grupo de comerciantes que estuvieran comprometidos con algunos de los intereses del absolutismo”.[8]

Esta particularidad tiene diferentes dimensiones según la región que se trate y los grupos de poder que en cada una actúan, no necesariamente idénticos a los que se gestan en el Occidente de la Isla (sobre todo dentro del núcleo habanero). En ello incide sobremanera la política metropolitana hacia Cuba, cuyo centro principal habanero, además, juega un papel protagónico en el contexto de las relaciones con las colonias americanas durante el siglo XVIII.

Según Mary Cruz del Pino, podía considerarse a “los camagüeyanos como gentes que no estaban dispuestas a obedecer más leyes que las suyas propias, ni a reconocer más autoridad que la de su Ayuntamiento y sus conciencias libérrimas”.[9] Estas manifestaciones no solo son patrimonio de los camagüeyanos, sino que en otros lugares también existían, poniendo sobre el escenario colonial, de un lado, las diferencias con el dominio hispano (representado por el Gobernador de la Isla), y, por otro, la aspiración del patriciado hacendatario a no dejarse sobornar. Estos últimos se hallan en posición de desventaja ante el empuje de los hacendados plantacionistas y el capital comercial español, todo lo cual desarrolla un complejo de contradicciones con el poder oficial (aún cuando el citado patriciado ganadero domine las riendas en los cabildos).

Varias jurisdicciones se insertan en la producción tabacalera a lo largo de este siglo, entre ellas Santa Clara y Remedios. Pero ni en los últimos años se aprecia tránsito hacia una economía azucarera. Específicamente en Santa Clara, las reticencias de la hacienda comunera impiden cualquier desenvolvimiento al respecto, conllevando un marcado cierre del mercado interno y un gran retraso en la economía de la jurisdicción. Para ese entonces ya había desaparecido el cultivo del trigo, y era muy limitado el del tabaco. El tipo de economía que imperaba era de subsistencia, cuando ya en Occidente la “producción para la subsistencia pasa definitivamente a un segundo plano”.[10] La diferencia de las economías regionales va matizando el escenario de la Isla, planteando la evolución posterior.  Durante el siglo aquí analizado, “se abandonan prácticamente todas las explotaciones creadas y desarrolladas por el primer esfuerzo colonizador, quedando la economía cubana a los dos productos básicos”.[11]

Los esfuerzos para lograr la diversificación agrícola evidenciados hacia 1760 no fructificaron. Aún así, hacia la primera mitad del siglo se habían sentado las bases para la acumulación de capitales comerciales, los que se acrecentarían en la segunda mitad, originando un acelerado desarrollo de la plantación esclavista hacia la década de 1790. Como era de esperar, esta tendencia no fructificó para el Centro y el Oriente como para los límites occidentales.

 Desde la primera mitad de esta centuria,  se plantea el dilema de un desarrollo desigual que definirá la posterior vida colonial del siglo XIX (e incluso, en buena parte, la del XX). Puede considerarse el XVIII como un siglo de tránsito y reajuste de la economía de la colonia a las nuevas exigencias y posibilidades que en el orden de las relaciones internacionales se van operando, consolidando los intereses criollos en el contexto del mercado internacional y el de las relaciones específicas con la metrópoli; la segunda mitad, será definitoria en este proceso.

Para algunos de nuestros teóricos más notables “el complejo regional central es el que presenta una evolución más significativa. Si bien sus cifras absolutas no alcanzan las de Occidente, su desarrollo presenta características similares”.[12] Esta afirmación tiende a crear determinadas confusiones, sobre todo en la caracterización de la época, al concebir este complejo económico como un todo, sin tener en consideración el hecho notable de que las cuatro villas que engloban dicho complejo se hallaban en un proceso de mercedaciones  de tierras. Trinidad y Remedios, a pesar de estar ubicadas muy cerca de la costa, no gozaron de las posibilidades comerciales de La Habana, y por esa razón recurrieron usualmente al contrabando.

 Lo que el Código Civil Español del posterior siglo XIX llamó “haciendas municipales”, contemplaba a las propias regiones o provincias españolas, que no habían evolucionado hacia los modernos sistemas administrativos de la época. En el caso de las colonias, la situación de los gobiernos locales era mucho más atrasada, sobre todo en el siglo XVIII. A ello se pudiera agregar que:
 “las mejores fuentes de tributación se las reservaba para el Estado y que las leyes imponen ä los Municipios cargas como los gastos carcelarios, de quintas, de primera enseñanza y otros que en rigor debieran ser sufragados por aquél, se comprenderá fácilmente que la deplorable situación de las haciendas locales se debe en gran parte al Estado mismo, por el equivocado uso que hace de sus funciones tuitivas, que tal como se ejercen constituyen más bien un abominable absolutismo administrativo que perpetúa casi todos los males que acarreó á las Corporaciones populares el absolutismo político iniciado en los siglos XV y XVI ”.[13]

La distorsión en todo el sistema de propiedad sobre la tierra que enturbió el panorama de la Isla durante el siglo XVIII es perfectamente visible, pues hacia su interior no se operaron transformaciones que condujeran a una evolución notable.

Según Fernando Portuondo, “el sistema colonial español era, en teoría, centralizador. En la práctica, el gobierno de Cuba había ido siendo cada vez más insular (…) Los ayuntamientos más de una vez habían hecho prevalecer las conveniencias locales sobre las leyes dictadas por la metrópoli”.[14]

Hacia la segunda mitad de la centuria, “desde 1764 hasta 1790, según Humboldt, a quien sigue Saco, se introdujeron unos 33.409 siervos africanos”.[15] Estos “lotes” humanos se destinaron a la zona más ungida de mano de obra, donde el auge de la naciente plantación lo demandaba. Por ello, es La Habana el mayor consumidor, teniendo a su recaudo la concertación de contratas con compañías, sociedades y casas extranjeras (sobre todo francesas e inglesas) dedicadas a la trata. Después de creada la Real Compañía de Comercio de La Habana (1839), el papel rector de la capital sería indiscutible; aunque, según Le Riverend, “Cuba había carecido de una provisión de esclavos que contribuyera a asegurar su desarrollo. Tal es la explicación que se da al retraso observado en la colonia hasta el siglo XVIII”.[16]

A partir de esta llamativa observación del prestigioso historiador cubano y los fundamentos que la sustentan, pueden distinguirse varios elementos interesantes:

Primero, que la producción azucarera cubana se desarrolla más hacia la zona de La Habana, sin más de 30 leguas de extensión hacia el Este durante la primera mitad del siglo XVIII, lo cual no determina una dependencia excesiva, pues las demás alternativas económicas no requieren de alta inversión de mano de obra.

Segundo, la disolución de las haciendas y la especialización de la agricultura comercial de mercado transitan por un período relativamente largo. La expansión que se produce a mediados y finales del siglo determinará modificaciones tributativas a las necesidades productivas del momento, nunca más allá de lo no necesario, y siempre bajo los intereses concretos de la metrópoli.

Tercero, al arribar el siglo XVIII (y durante casi su totalidad), Cuba asiste a un mercado exportador de azúcares distribuido, que le brinda pocas posibilidades en cifras netas exportables, hallándose en condiciones desfavorables en cuanto a los precios fijados por otros productores. En consecuencia, el mercado internacional no constituye un estímulo capaz de dar un gran impulso.

Cuarto, muchas de las compras de negros esclavos no se asentaron sobre la base de transacciones en dinero, sino que se recurrió al cambio entre mercancías ante la carencia de capitales. También se acudió al préstamo para obtener la mano de obra. Un ejemplo de este tipo de operaciones lo constituye la negociación de la Real Compañía de Comercio de La Habana con tratistas jamaicanos. De ninguna manera la Isla contaba con las fuentes de ingresos suficientes para invertir al por mayor en la compra de esclavos.

Por último, las preferencias de la metrópoli son más de ensayo que de vitalidad. Este cambio se opera en la segunda mitad del siglo (más hacia la última década), cuando importantes acontecimientos determinan concepciones y políticas dirigidas a la expansión acelerada de la plantación esclavista.

Si bien estos aspectos pueden catalogarse como existentes en el siglo XVIII cubano, menos feliz (y en alguna medida contradictoria) parece la afirmación acerca de que Cuba “careció de esclavos, en parte, porque no los necesitaba”.[17] La mano de obra esclava era imprescindible para otros fines, que no son solo los relacionados con la producción de azúcar y plantación en pleno auge. No en vano existieron intentos “independientes” de operaciones de compras de negros esclavos hacia el interior de la isla que fracasaron por la carencia del capital de inversión para una operación tan costosa en esa época, aún cuando se buscara la concertación de grupos de hacendados para este tipo de transacción. En estos fracasos no sólo influyeron los problemas financieros, sino también la falta de organización comercial y hasta los propios rasgos geográficos.[18]

Tienden, pues, a liberarse determinadas ataduras en beneficio de la Isla, pero implementadas gradualmente, a tono con la evolución que se produce a partir de la década de 1860. Esto se implantó de modo oficial por medio de reales cédulas, legislaciones y autorizaciones establecidas por la Corona y el gobierno colonial.[19]

Casi la totalidad de los especialistas que se refieren a esta etapa de la Historia de Cuba coinciden en que, aún dentro de una estructura colonial de dependencia a España, se dan determinadas condiciones para una evolución diferente, aunque persiste la condición  importadora de a finales del siglo XVIII, en tanto la dependencia de dos o tres productos de exportación provoca una relación desfavorable en la balanza comercial y acrecienta la dependencia económica, ya no solo de España, sino también de otros países, lo cual se va incrementando en las últimas décadas, dejándolo como herencia perniciosa para los siglos siguientes.

Se observa, en términos generales, cierto consenso historiográfico en torno a la vieja polémica de si, en medio de tales condiciones, resulta la plantación esclavista un paso de avance para la Isla de Cuba, llegándose a una conclusión predominantemente negativa en la respuesta, sobre todo a partir de la convergencia de criterios acerca de los siguientes aspectos:

·        Aunque introdujo indudablemente las relaciones  precapitalistas en la agricultura (por ser de tipo comercial), no eliminó las trabas de la esclavitud, imposibilitando un desarrollo de las fuerzas productivas, erigiendo un patrón de economía deformada que frenaba el desarrollo de las relaciones capitalistas.
·        Las relaciones comerciales internacionales establecidas en este siglo XVIII se concentraron en La Habana, sin que otras regiones pudieran acercarse al trasiego mercantil de aquella, ni a los beneficios reportados, pues la política colonial nunca tuvo en cuenta un desarrollo alternativo integral de la Isla en términos espaciales, ni existió una red comercial hacia el interior.
·        Los procesos de manumisión y coartación de esclavos se vieron drásticamente frenados con el auge de la plantación desde finales del siglo XVIII.
·        La plantación creó un tipo de hacendado peculiar: un esclavista apartado de todo compromiso fundamental pro nacionalista, que no asimiló -en términos generales- el proceso renovador promovido por la independencia de los Estados Unidos. De este modo, la élite criolla de la última década del siglo optó más por la reforma que por una vía capitalista de desarrollo, lo cual no implicaba la ruptura con España.
·        La plantación dividió a Cuba en dos, si no en el orden político administrativo, al menos en cuanto a posibilidades de desarrollo, acentuando las diferencias entre Occidente y el resto de la Isla.
·        La segunda mitad del XVIII traen un aire de renovación, pero demasiado asociado al pasado colonial, por lo que los cambios no supone transformación (sobre todo ideológica)  para los habitantes de la Isla. La plantación esclavista se impone, pues, como un pesado fardo que se arrastraría hasta bien entrado el siglo XIX.[20]

          El capital fomentado sobre la base del comercio y (en alguna medida) la usura ya existía en La Habana, pero no se proyectaba igual para el resto de Cuba. Las formas  de financiamiento (por mercedes de tierras y censos), no crearon tampoco los capitales indispensables como para brindar una evolución favorable en las regiones más alejadas del centro comercial principal.

Si de algo adoleció la Isla durante el siglo XVIII fue del dinero necesario para acometer proyectos de envergadura. Según Le Riverend, este capital creció “a partir de 1775, fecha en que el situado alcanzó solo a 728.000 pesos (…) llegando en 1779 a 1.400.000 pesos, en 1780 a 2.700.000, en 1781 a 4.162.000, en 1782 a 7.879.000, y en 1783 a 8.468.000”,[21] pero estas cantidades no alcanzaron para poder cubrir las importaciones, dependiendo de tan pocos productos. Cualquier aumento posterior del capital comercial no hizo otra cosa que dimensionar la agricultura de subsistencia hacia el Centro y Oriente.

 Para finales de siglo, se acentuaran las rivalidades existentes en el seno de la sociedad cubana, agudizadas a partir de que el gobierno español volviera a prohibir el libre comercio (con la consecuente oposición que impediría aplicarlo con todo rigor). Mientras, el crecimiento de la población negra acentuaba el temor a una revuelta como la haitiana, y se potenciaba -también con sus concernientes diferencias regionales- “la contradicción entre los hacendados criollos y los comerciantes peninsulares”.[22]

Todo ello sería previsto -al menos en lo que a su amplitud económica se refiere- por Francisco de Arango y Parreño unos años después, cuando dejara sentado, en su  Discurso sobre la Agricultura en la Habana y Modos de Fomentarla”, las causas del deterioro y las razones por las cuales La Habana había llegado a ocupar una posición de ventaja con relación al resto de las regiones, sugiriendo dos soluciones fundamentales para ese momento: libertad de comercio y diversificación agrícola.

Sin embargo, esta fórmula resultaba demasiado peligrosa para una metrópoli como la española, que no se insertaba en el ruedo renovador de la revolución industrial y -en general- en la modernidad capitalista a imponerse dentro del período que recién se iniciaba, mejor percibida por sus potencias enemigas de Europa, con las que continuaría pujando en los albores de un nuevo siglo que, a partir del desarrollo del capital y el pensamiento a él asociado, marcaría las diferencias en el reparto colonial del mundo.



REFERENCIAS Y NOTAS


[1] Se refiere al texto bajo la autoría conjunta de Gloria García, Violeta Serrano, Irma Serrano y Alejandrino Borroto. Ver en: M. de la Torre (Comp.): La Obra Historiográfica del Instituto de Historia de Cuba: 20 Años, p. 8. 
[2] Resultan destacables, en este sentido, obras como La Esclavitud en Cuba (1986), Temas Acerca de la Esclavitud (1986), Las Raíces Históricas del Pueblo Cubano (1991), El Siglo XVIII Cubano en la Literatura Historiográfica (1992), El Monto de la Trata hacia Cuba en el Siglo XVIII (1994), El Mercado Cubano de Esclavos entre 1760 y 1880 (1995), La Habana, Puerto Colonial, Siglos XVIII-XIX (2000), Misticismo y Capitales, los Jesuitas en la Economía Cubana, Siglo XVIII (2000), La Esclavitud desde la Esclavitud (2002), La Aventura de Fundar Ingenios, la Refacción Azucarera en La Habana del Setecientos (2004), La Habana/Veracruz, Veracruz/La Habana, las Dos Orillas (2004), Cuba y sus Puertos (2005), y Los Ingleses en el Tráfico e Introducción de Esclavos en Cuba (2006), por solo citar algunas, fruto de la obra -individual o colectiva- de especialistas de la talla de Gloria García, Violeta Serrano, Clara Lorenzo, Maria del C. Barcia, Oscar Zanetti, Fe Iglesias, Mercedes García, Rolando E. Misas, Francisco Pérez Guzmán, entre otros. Igualmente, se destacan las reediciones de importantes obras de José Luciano Franco, Julio Le Riverend y Jorge Ibarra (particularmente las obras Ideología mambísa, de 1967, y Nación y Cultura Nacional, de 1980, en el caso de este último). Sobre toda esta producción puede profundizarse en Ob. Cit., pp. 8-30.
[3] Ob. Cit., p. 14.
[4] Ver, al respecto, J. Ibarra: Patria, Etnia y Nación, p. 53; y H. Venegas: La Región en Cuba, pp. 17.
[5] M. C. Barcia, G. García y E. Torres Cuevas: Historia de Cuba: La Colonia, p. 180.
[6] J. Le Riverend: Historia Económica de Cuba, p. 3.
[7] Ob. Cit. p 5.

[8] M. C. Barcia, G. García y E. Torres Cuevas: Historia de Cuba: La Colonia, p. 150.
[9] M. Cruz: Camagüey: Biografía de una Provincia, pp. 51-52.
[10] J. Le Riverend. Historia Económica de Cuba.  P. 51.
[11] Ob, Cit., p. 53.     
[12] M. C. Barcia, G. García y E. Torres Cuevas: Historia de Cuba: La Colonia, p. 278.
[13] Enciclopedia Jurídica Española, p. 425.
[14] F. Portuondo: Historia de Cuba (1492-1898), pp. 176-178.
[15]  J. Le Riverend: Historia Económica de Cuba, p. 78.
[16]  Ob. Cit., p 78.
[17]  Ob. Cit., p. 78.
[18] Puede profundizarse al respecto en C. Coll: El Cabildo de Santa Clara y la Formación de una Identidad Regional Villaclareña en el Siglo XVIII, pp. 44-47.
[19] Se refiere, específicamente, a la Real Cédula de 3 de Octubre de 1762 (que autorizaba la reexportación de interportuaria en América y eximía el pago del almojarifazgo, estableciendo un único gravamen sobre el 5% de impuesto, abriendo las puertas al comercio intercolonial), la Real Cédula de 26 de Octubre de  de 1763 (que autorizaba a comprar víveres en las colonias extranjeras en caso de necesidad extrema), la Legislación llamada “del Comercio Libre” del 16 de Octubre de 1765 (a través de la cual se extendía el comercio en América a todas las provincias de España), la autorización del comercio libre con los buques norteamericanos (1777-1778), el Reglamento de Comercio Libre del 12 de Octubre de 1778, la Real Cédula de 25 de enero de 1780 (que autorizaba a los colonos a comprar esclavos en las colonias francesas), la Real Cédula de 8 de abril de 1778 (que establece la coartación), y la Real Cédula de 28 de febrero de 1789 (que establece la libertad de importación de esclavos, sólo aplicada a Cuba, Puerto Rico y Santo Domingo). Ob. Cit., pp. 50-51.
[20] Ob. Cit., p. 53.
[21] J. Le Riverend. Historia Económica de Cuba. p., 144.
[22] J. Cantón Navarro: El Desafío del Yugo y la Estrella, p. 14.

No hay comentarios:

Publicar un comentario