27 febrero
2017
De
nada sirve una voz de alerta cuando no hay quién la escuche.
No sé cuál síndrome podría calzar, pero a mi mente vienen
algunos cuyas características incluyen gran tolerancia al dolor, una constante
tendencia al ensimismamiento, disminución de la atención, de la memoria y otras
funciones indispensables para el desempeño normal de una persona o de un grupo
social. He buscado todas las posibles razones para tanto silencio colectivo y
me propuse interrogar a personas cercanas para recibir alguna luz capaz de
explicarme el porqué de su apatía. Durante este ejercicio, una y otra vez he
recibido similares respuestas: “no leo periódicos”, “cancelé mi suscripción”,
“ya no te sigo en Facebook porque a diario publicas asesinatos y esas cosas”,
“no veo televisión local, me deprime”, “no creo en la política”, “esto nunca va
a cambiar”, “no necesito enterarme” y así por el estilo.
Hasta que ¡por fin! veo abrirse una fisura por la cual se
desliza el concepto preciso: “la alienación de tipo social se encuentra
estrechamente vinculada a la manipulación social, la manipulación política, la
opresión y la anulación cultural. En este caso, el individuo o la comunidad,
transforman a punto tal su conciencia de manera de convertirla en
contradictoria con lo que se espera normalmente de ellos.” Así descrito, me
parece reconocer de inmediato el síndrome que explica el silencio y el encierro
voluntario, la resignación ante lo aparentemente inevitable y, sobre todo, la
respuesta ante el miedo y la amenaza, protagonistas de nuestro entorno.
¿Por qué perdemos la memoria? ¿Qué motiva nuestro afán de
olvidar un pasado cuyos elementos permanecen vivos y golpean con fuerza
demoledora a las causas sociales, a la justicia y a las oportunidades de
desarrollo de una nación? Me parece posible identificar allí el punto
neurálgico, ese centro del dolor al que deseamos aislar para no sufrir, ese
pequeño aleph protegido con uñas y dientes para no volver a experimentar la
dura sensación de fracaso. Entonces, cual mecanismo psicológico natural, dadas
las circunstancias, nos volcamos hacia las neblinas mediáticas del entretenimiento,
del chisme y la fanfarria política para por lo menos creer en nuestra voluntad
de participar. Sin embargo la mentira no dura indefinidamente y, poco a poco,
volvemos a la concha sólida de la cotidianidad mientras las amenazas del pasado
toman cuerpo.
Este síndrome devastador para la integridad de una
sociedad se presenta en relación directa con su capacidad de negación; las
actividades rutinarias pueden durante un tiempo enterrar sus miedos más
profundos, pero solo hasta que las amenazas comiencen a hacerse realidad con
una fuerza potenciada por el silencio. De fenómenos colectivos caracterizados
por el “no querer saber” hemos visto a lo largo de la Historia el surgimiento
de sistemas oscurantistas capaces de anular la voluntad de las grandes
comunidades humanas, convirtiéndolas en cómplices de su propia desgracia, de la
destrucción de sus logros más queridos y de todas sus libertades.
Para semejante mal, la cura es el examen de conciencia.
Uno capaz de sacar de los armarios los cadáveres ocultos, iluminar los rincones
y sacudirle el polvo a leyes y normas cuyo imperio se debe restablecer. La
discusión, el debate y el reconocimiento de problemas comunes es un ejercicio
valioso por ser la única vía para encontrar soluciones de beneficio colectivo.
Desde ese punto de convergencia resulta posible combatir el ostracismo
individual y transformar la dinámica social en un factor efectivo de cambio. De
lo contrario se comete una especie de pecado de abstención, cada día más caro y
destructivo.
Tomado de Telesurtv.
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