La Historiografía Tradicional ante las particularidades regionales del
Siglo XVIII Cubano.
Hacia finales de la década de 1980, el Instituto Cubano de
Historia publicó la obra Fuentes para la Historia Económica
y Social de Cuba (1760-1900), determinando un importante paso de avance en
cuanto a la búsqueda de consenso en torno a las fuentes que trataban el
desarrollo histórico de la
Isla.[1]
Unas veces con mayor éxito que otras en cuanto a la ruptura
con los dogmas positivistas y estructuralistas que marcaban el tratamiento del
siglo XVIII antes y después de 1959, la obra posterior de los investigadores de
esta institución contribuyó a consolidar un discurso teórico bastante uniforme
sobre la centuria en cuestión.[2]
En general (independientemente de los espectros en que de
forma particular se proyectan estos trabajos), dichas obras definen al siglo
XVIII como “un período caracterizado por
un lento y sostenido proceso de crecimiento económico en el que se acentúan las
diferencias entre La Habana
y las regiones del interior”.[3]
Un criterio parecido se había enunciado por parte de autores de la talla de
Ramiro Guerra, Leví Marrero, Fernando Ortiz, Fernando Portuondo, Manuel Moreno
Fraginals, Hortensia Pichardo, y otras tantas figuras renombradas de la
historiografía nacional anterior a la década de 1980.
En efecto, el siglo XVIII cubano se caracteriza, ante todo,
por una evolución desigual de sus complejos económicos, determinando un
desarrollo diferenciado del Centro y Oriente con relación a Occidente
(principalmente La Habana).
Esto es señalado con frecuencia por la mayoría de los especialistas, asumiendo,
entre los siglos XV y XVIII, lo que comúnmente ha ocurrido en el ámbito
occidental como elemento generador de todas las estructuras socioeconómicas y
políticas del resto de la
Colonia, lo cual resulta, en buena medida, de la escasez de
información general sobre los primeros siglos coloniales. Destacados historiadores
cubanos como Juan Pérez de la
Riva, Hernán Venegas Delgado y Jorge Ibarra Cuesta han
plasmado esta problemática,[4]
sin que posteriormente hayan existido investigaciones dedicadas primordialmente
a cubrir tales espacios.
El crecimiento de la Isla en el siglo XVIII apunta
a una zona que no es incluso una región
en las primeras décadas, estando limitada a La Habana de extramuros,
indudablemente ampliada durante las décadas restantes. Esta zona no incluía al
resto de Cuba, lo cual debe ser un aspecto a tomar en cuenta por cualquier
estudio serio sobre las etapas posteriores. La implicación de dicho fenómeno
abre el espacio para las marcadas diferencias regionales, pues desde muy
temprano resulta notable “la capacidad
del país para autogenerar un aumento demográfico y diversas formas de cultivo,
aunque también se manifiestan indicios de que este crecimiento es desigual en
los diferentes complejos regionales que se forman”.[5]
A medida que transita la centuria, tales diferencias se
multiplican. Lo singular es que La
Habana tiene condiciones internas y externas que la favorecen
directamente, conjugándose las geográficas, económicas (sobre todo comerciales)
y políticas, típicas de la única ciudad-puerto oficialmente reconocida en la Isla por entonces. No en vano
se ha afirmado que “solo en las regiones
montuosas del centro y el oriente de la colonia había tierras donde descubrir
con el objeto de solicitar la merced correspondiente”.[6]
Mientras en la parte central se mercedan tierras, en La Habana se asiste al proceso
de disolución de las haciendas comuneras desde la misma primera mitad del siglo
XVIII. La supervivencia de esta institución en el Centro y parte del Oriente
será causa de su retraso y de las marcadas diferencias económicas con respecto
a Occidente, sobre todo porque en Camaguey y el Centro, principalmente, “el latifundio ganadero se resistió a toda
parcelación”.[7]
El proceso de disolución occidental se sustenta en las
relaciones comerciales y el tipo de evolución agrícola que sobre ellas se asienta,
patente en el aumento de la producción tabacalera y cierto desarrollo de las
exportaciones de azúcar a inicios de siglo. La vega de tabaco, por su parte,
significó todo un proceso de concentración, mientras que la hacienda ganadera,
contrariamente, se caracterizó por la dispersión.
Otra diferencia notable entre zonas se establece por el
hecho de que la producción azucarera, también a principios del XVIII, no
constituyera una actividad económica de primera importancia en las
jurisdicciones de Santa Clara, Remedios, Sancti Espíritus y Puerto Príncipe (lo
cual también es válido para la región oriental), con asiento económico
fundamental en la rama ganadera. Este fenómeno se complejiza si se toman en
cuenta, además, las notables diferencias existentes dentro de las propias
zonas, como sucede en los casos de Santa Clara, Remedios y Trinidad, donde las
dos últimas estaban en condiciones más favorables para el comercio por su mayor
cercanía costera.
El cuantioso esfuerzo que entonces
realizó la Corona
por dar solución al viejo problema de la posesión de la tierra; no obstante
todo intento para renovar e impulsar la economía de la Isla tenía que pasar, de una
u otra forma, por la aplicación de medidas que limitaran las atribuciones de
los cabildos en cuanto al otorgamiento de mercedes, lo cual significó un
impedimento a la centralización; de ahí que en 1729 y 1739, respectivamente, se
dictaminara el sistema de venta y composición de tierras, mediante el cual se
instauraron los procedimientos legales para
que los cabildos pudieron disponer de las tierras propias, pero no de
las realengas. Cuando en 1754 se establecieron nuevas disposiciones de este
tipo (con efecto mucho mayor en la región de La Habana), se facilitó el
proceso de concentración, la expansión de la agricultura comercial y la sedimentación de la plantación
esclavista que caracterizarían a la segunda mitad del siglo, aunque no en la
misma proporción dentro de la
Colonia cubana.
La hacienda comunera
constituyó un freno para el proceso de movilización de la propiedad agraria, la
subdivisión interna y hasta la propia explotación de la tierra, observándose a
lo largo del siglo fuerzas internas que frenan cualquier intento de desarrollo.
Éstas se ubicaban en mayor medida hacia el Centro y el Oriente, donde resulta
más visible el atraso. Por demás, las élites jurisdiccionales que se aglutinan
alrededor de los cabildos pronto comienzan a diferenciarse de su homóloga
occidental, no ya por el sistema de propiedad o de producción en sí mismo, sino
por el componente de ideas que sobre estas bases se gesta.
Desde finales del siglo XVII aparece una tendencia, que
marcará todo el XVIII, sobre todo, hacia el interior de la isla; así, “en Remedios, Trinidad, Sancti Spíritus,
Puerto Príncipe, Bayamo y Baracoa, la opción del comercio oficial era muy débil para propiciar
un grupo de comerciantes que estuvieran comprometidos con algunos de los
intereses del absolutismo”.[8]
Esta particularidad tiene diferentes dimensiones según la
región que se trate y los grupos de poder que en cada una actúan, no
necesariamente idénticos a los que se gestan en el Occidente de la Isla (sobre todo dentro del
núcleo habanero). En ello incide sobremanera la política metropolitana hacia
Cuba, cuyo centro principal habanero, además, juega un papel protagónico en el
contexto de las relaciones con las colonias americanas durante el siglo XVIII.
Según Mary Cruz del Pino, podía considerarse a “los camagüeyanos como gentes que no estaban
dispuestas a obedecer más leyes que las suyas propias, ni a reconocer más
autoridad que la de su Ayuntamiento y sus conciencias libérrimas”.[9]
Estas manifestaciones no solo son patrimonio de los camagüeyanos, sino que en
otros lugares también existían, poniendo sobre el escenario colonial, de un
lado, las diferencias con el dominio hispano (representado por el Gobernador de
la Isla), y, por
otro, la aspiración del patriciado hacendatario a no dejarse sobornar. Estos
últimos se hallan en posición de desventaja ante el empuje de los hacendados
plantacionistas y el capital comercial español, todo lo cual desarrolla un
complejo de contradicciones con el poder oficial (aún cuando el citado
patriciado ganadero domine las riendas en los cabildos).
Varias jurisdicciones se insertan en la producción
tabacalera a lo largo de este siglo, entre ellas Santa Clara y Remedios. Pero
ni en los últimos años se aprecia tránsito hacia una economía azucarera.
Específicamente en Santa Clara, las reticencias de la hacienda comunera impiden
cualquier desenvolvimiento al respecto, conllevando un marcado cierre del
mercado interno y un gran retraso en la economía de la jurisdicción. Para ese
entonces ya había desaparecido el cultivo del trigo, y era muy limitado el del
tabaco. El tipo de economía que imperaba era de subsistencia, cuando ya en
Occidente la “producción para la
subsistencia pasa definitivamente a un segundo plano”.[10]
La diferencia de las economías regionales va matizando el escenario de la Isla, planteando la evolución
posterior. Durante el siglo aquí
analizado, “se abandonan prácticamente
todas las explotaciones creadas y desarrolladas por el primer esfuerzo
colonizador, quedando la economía cubana a los dos productos básicos”.[11]
Los esfuerzos para lograr la diversificación agrícola
evidenciados hacia 1760 no fructificaron. Aún así, hacia la primera mitad del
siglo se habían sentado las bases para la acumulación de capitales comerciales,
los que se acrecentarían en la segunda mitad, originando un acelerado
desarrollo de la plantación esclavista hacia la década de 1790. Como era de
esperar, esta tendencia no fructificó para el Centro y el Oriente como para los
límites occidentales.
Desde la primera
mitad de esta centuria, se plantea el
dilema de un desarrollo desigual que definirá la posterior vida colonial del
siglo XIX (e incluso, en buena parte, la del XX). Puede considerarse el XVIII
como un siglo de tránsito y reajuste de la economía de la colonia a las nuevas
exigencias y posibilidades que en el orden de las relaciones internacionales se
van operando, consolidando los intereses criollos en el contexto del mercado
internacional y el de las relaciones específicas con la metrópoli; la segunda
mitad, será definitoria en este proceso.
Para algunos de nuestros teóricos más notables “el complejo regional central es el que
presenta una evolución más significativa. Si bien sus cifras absolutas no
alcanzan las de Occidente, su desarrollo presenta características similares”.[12]
Esta afirmación tiende a crear determinadas confusiones, sobre todo en la
caracterización de la época, al concebir este complejo económico como un todo,
sin tener en consideración el hecho notable de que las cuatro villas que
engloban dicho complejo se hallaban en un proceso de mercedaciones de tierras. Trinidad y Remedios, a pesar de
estar ubicadas muy cerca de la costa, no gozaron de las posibilidades
comerciales de La Habana,
y por esa razón recurrieron usualmente al contrabando.
Lo que el Código
Civil Español del posterior siglo XIX llamó “haciendas municipales”,
contemplaba a las propias regiones o provincias españolas, que no habían
evolucionado hacia los modernos sistemas administrativos de la época. En el
caso de las colonias, la situación de los gobiernos locales era mucho más
atrasada, sobre todo en el siglo XVIII. A ello se pudiera agregar que:
“las mejores fuentes de tributación se las reservaba para el Estado y
que las leyes imponen ä los Municipios cargas como los gastos carcelarios, de
quintas, de primera enseñanza y otros que en rigor debieran ser sufragados por
aquél, se comprenderá fácilmente que la deplorable situación de las haciendas
locales se debe en gran parte al Estado mismo, por el equivocado uso que hace
de sus funciones tuitivas, que tal como se ejercen constituyen más bien un
abominable absolutismo administrativo que perpetúa casi todos los males que
acarreó á las Corporaciones populares el absolutismo político iniciado en los
siglos XV y XVI ”.[13]
La distorsión en todo el sistema de propiedad sobre la
tierra que enturbió el panorama de la
Isla durante el siglo XVIII es perfectamente visible, pues
hacia su interior no se operaron transformaciones que condujeran a una
evolución notable.
Según Fernando Portuondo, “el sistema colonial español era, en teoría, centralizador. En la
práctica, el gobierno de Cuba había ido siendo cada vez más insular (…) Los
ayuntamientos más de una vez habían hecho prevalecer las conveniencias locales
sobre las leyes dictadas por la metrópoli”.[14]
Hacia la segunda mitad de la centuria, “desde 1764 hasta 1790, según Humboldt, a quien sigue Saco, se introdujeron
unos 33.409 siervos africanos”.[15]
Estos “lotes” humanos se destinaron a la zona más ungida de mano de obra, donde
el auge de la naciente plantación lo demandaba. Por ello, es La Habana el mayor consumidor,
teniendo a su recaudo la concertación de contratas con compañías, sociedades y
casas extranjeras (sobre todo francesas e inglesas) dedicadas a la trata.
Después de creada la
Real Compañía de Comercio de La Habana (1839), el papel
rector de la capital sería indiscutible; aunque, según Le Riverend, “Cuba había carecido de una provisión de
esclavos que contribuyera a asegurar su desarrollo. Tal es la explicación que
se da al retraso observado en la colonia hasta el siglo XVIII”.[16]
A partir de esta llamativa observación del prestigioso
historiador cubano y los fundamentos que la sustentan, pueden distinguirse
varios elementos interesantes:
Primero, que la producción azucarera cubana se desarrolla
más hacia la zona de La Habana,
sin más de 30 leguas de extensión hacia el Este durante la primera mitad del
siglo XVIII, lo cual no determina una dependencia excesiva, pues las demás
alternativas económicas no requieren de alta inversión de mano de obra.
Segundo, la disolución de las haciendas y la especialización
de la agricultura comercial de mercado transitan por un período relativamente
largo. La expansión que se produce a mediados y finales del siglo determinará
modificaciones tributativas a las necesidades productivas del momento, nunca
más allá de lo no necesario, y siempre bajo los intereses concretos de la
metrópoli.
Tercero, al arribar el siglo XVIII (y durante casi su
totalidad), Cuba asiste a un mercado exportador de azúcares distribuido, que le
brinda pocas posibilidades en cifras netas exportables, hallándose en
condiciones desfavorables en cuanto a los precios fijados por otros
productores. En consecuencia, el mercado internacional no constituye un
estímulo capaz de dar un gran impulso.
Cuarto, muchas de las compras de negros esclavos no se
asentaron sobre la base de transacciones en dinero, sino que se recurrió al
cambio entre mercancías ante la carencia de capitales. También se acudió al
préstamo para obtener la mano de obra. Un ejemplo de este tipo de operaciones
lo constituye la negociación de la Real Compañía de Comercio de La Habana con tratistas
jamaicanos. De ninguna manera la
Isla contaba con las fuentes de ingresos suficientes para
invertir al por mayor en la compra de esclavos.
Por último, las preferencias de la metrópoli son más de
ensayo que de vitalidad. Este cambio se opera en la segunda mitad del siglo
(más hacia la última década), cuando importantes acontecimientos determinan
concepciones y políticas dirigidas a la expansión acelerada de la plantación
esclavista.
Si bien estos aspectos pueden catalogarse como existentes en
el siglo XVIII cubano, menos feliz (y en alguna medida contradictoria) parece
la afirmación acerca de que Cuba “careció
de esclavos, en parte, porque no los necesitaba”.[17] La mano de obra esclava era
imprescindible para otros fines, que no son solo los relacionados con la
producción de azúcar y plantación en pleno auge. No en vano existieron intentos
“independientes” de operaciones de compras de negros esclavos hacia el interior
de la isla que fracasaron por la carencia del capital de inversión para una
operación tan costosa en esa época, aún cuando se buscara la concertación de
grupos de hacendados para este tipo de transacción. En estos fracasos no sólo
influyeron los problemas financieros, sino también la falta de organización
comercial y hasta los propios rasgos geográficos.[18]
Tienden, pues, a liberarse determinadas ataduras en
beneficio de la Isla,
pero implementadas gradualmente, a tono con la evolución que se produce a
partir de la década de 1860. Esto se implantó de modo oficial por medio de
reales cédulas, legislaciones y autorizaciones establecidas por la Corona y el gobierno
colonial.[19]
Casi la totalidad de los especialistas que se refieren a
esta etapa de la Historia
de Cuba coinciden en que, aún dentro de una estructura colonial de dependencia
a España, se dan determinadas condiciones para una evolución diferente, aunque
persiste la condición importadora de a
finales del siglo XVIII, en tanto la dependencia de dos o tres productos de
exportación provoca una relación desfavorable en la balanza comercial y
acrecienta la dependencia económica, ya no solo de España, sino también de
otros países, lo cual se va incrementando en las últimas décadas, dejándolo
como herencia perniciosa para los siglos siguientes.
Se observa, en términos generales, cierto consenso
historiográfico en torno a la vieja polémica de si, en medio de tales
condiciones, resulta la plantación esclavista un paso de avance para la Isla de Cuba, llegándose a
una conclusión predominantemente negativa en la respuesta, sobre todo a partir
de la convergencia de criterios acerca de los siguientes aspectos:
·
Aunque introdujo indudablemente las
relaciones precapitalistas en la
agricultura (por ser de tipo comercial), no eliminó las trabas de la
esclavitud, imposibilitando un desarrollo de las fuerzas productivas, erigiendo
un patrón de economía deformada que frenaba el desarrollo de las relaciones
capitalistas.
·
Las relaciones comerciales internacionales
establecidas en este siglo XVIII se concentraron en La Habana, sin que otras
regiones pudieran acercarse al trasiego mercantil de aquella, ni a los
beneficios reportados, pues la política colonial nunca tuvo en cuenta un
desarrollo alternativo integral de la
Isla en términos espaciales, ni existió una red comercial
hacia el interior.
·
Los procesos de manumisión y coartación de
esclavos se vieron drásticamente frenados con el auge de la plantación desde
finales del siglo XVIII.
·
La plantación creó un tipo de hacendado
peculiar: un esclavista apartado de todo compromiso fundamental pro
nacionalista, que no asimiló -en términos generales- el proceso renovador
promovido por la independencia de los Estados Unidos. De este modo, la élite
criolla de la última década del siglo optó más por la reforma que por una vía
capitalista de desarrollo, lo cual no implicaba la ruptura con España.
·
La plantación dividió a Cuba en dos, si no en el
orden político administrativo, al menos en cuanto a posibilidades de
desarrollo, acentuando las diferencias entre Occidente y el resto de la Isla.
·
La segunda mitad del XVIII traen un aire de
renovación, pero demasiado asociado al pasado colonial, por lo que los cambios
no supone transformación (sobre todo ideológica) para los habitantes de la Isla. La plantación
esclavista se impone, pues, como un pesado fardo que se arrastraría hasta bien
entrado el siglo XIX.[20]
El capital fomentado sobre la base
del comercio y (en alguna medida) la usura ya existía en La Habana, pero no se
proyectaba igual para el resto de Cuba. Las formas de financiamiento (por mercedes de tierras y
censos), no crearon tampoco los capitales indispensables como para brindar una
evolución favorable en las regiones más alejadas del centro comercial
principal.
Si de algo adoleció la Isla durante el siglo XVIII fue del dinero
necesario para acometer proyectos de envergadura. Según Le Riverend, este
capital creció “a partir de 1775, fecha
en que el situado alcanzó solo a 728.000 pesos (…) llegando en 1779 a 1.400.000 pesos, en 1780 a 2.700.000, en 1781 a 4.162.000, en 1782 a 7.879.000, y en 1783 a 8.468.000”,[21] pero estas cantidades no alcanzaron
para poder cubrir las importaciones, dependiendo de tan pocos productos.
Cualquier aumento posterior del capital comercial no hizo otra cosa que
dimensionar la agricultura de subsistencia hacia el Centro y Oriente.
Para finales de siglo, se acentuaran las
rivalidades existentes en el seno de la sociedad cubana, agudizadas a partir de
que el gobierno español volviera a prohibir el libre comercio (con la
consecuente oposición que impediría aplicarlo con todo rigor). Mientras, el
crecimiento de la población negra acentuaba el temor a una revuelta como la
haitiana, y se potenciaba -también con sus concernientes diferencias
regionales- “la contradicción entre los
hacendados criollos y los comerciantes peninsulares”.[22]
Todo ello sería previsto -al menos en lo que a su amplitud
económica se refiere- por Francisco de Arango y Parreño unos años después,
cuando dejara sentado, en su “Discurso sobre la Agricultura en la Habana y Modos de
Fomentarla”, las causas del deterioro y las razones por las cuales La Habana había llegado a
ocupar una posición de ventaja con relación al resto de las regiones,
sugiriendo dos soluciones fundamentales para ese momento: libertad de comercio
y diversificación agrícola.
Sin embargo, esta fórmula resultaba demasiado peligrosa para
una metrópoli como la española, que no se insertaba en el ruedo renovador de la
revolución industrial y -en general- en la modernidad capitalista a imponerse
dentro del período que recién se iniciaba, mejor percibida por sus potencias
enemigas de Europa, con las que continuaría pujando en los albores de un nuevo
siglo que, a partir del desarrollo del capital y el pensamiento a él asociado,
marcaría las diferencias en el reparto colonial del mundo.
[1] Se refiere al texto bajo la autoría
conjunta de Gloria García, Violeta Serrano, Irma Serrano y Alejandrino Borroto.
Ver en: M. de la Torre
(Comp.): La Obra Historiográfica del Instituto de Historia de Cuba: 20 Años,
p. 8.
[2] Resultan destacables, en este
sentido, obras como La Esclavitud en Cuba (1986), Temas Acerca de la
Esclavitud (1986), Las
Raíces Históricas del Pueblo Cubano (1991), El Siglo XVIII Cubano en la Literatura
Historiográfica (1992), El Monto de la Trata
hacia Cuba en el Siglo XVIII (1994), El
Mercado Cubano de Esclavos entre 1760 y 1880 (1995), La Habana, Puerto Colonial, Siglos XVIII-XIX
(2000), Misticismo y Capitales, los
Jesuitas en la
Economía Cubana, Siglo XVIII (2000), La
Esclavitud desde la Esclavitud (2002), La
Aventura de Fundar
Ingenios, la
Refacción Azucarera en La Habana del Setecientos (2004), La Habana/Veracruz, Veracruz/La Habana, las Dos Orillas
(2004), Cuba y sus Puertos (2005), y Los Ingleses en el Tráfico e Introducción de
Esclavos en Cuba (2006), por solo citar algunas, fruto de la obra
-individual o colectiva- de especialistas de la talla de Gloria García, Violeta
Serrano, Clara Lorenzo, Maria del C. Barcia, Oscar Zanetti, Fe Iglesias,
Mercedes García, Rolando E. Misas, Francisco Pérez Guzmán, entre otros. Igualmente,
se destacan las reediciones de importantes obras de José Luciano Franco, Julio
Le Riverend y Jorge Ibarra (particularmente las obras Ideología mambísa, de 1967, y Nación
y Cultura Nacional, de 1980, en el caso de este último). Sobre toda esta
producción puede profundizarse en Ob. Cit., pp. 8-30.
[3] Ob. Cit., p. 14.
[4] Ver, al respecto, J. Ibarra: Patria, Etnia y Nación, p. 53; y H.
Venegas: La Región
en Cuba, pp. 17.
[5] M. C. Barcia, G. García y E. Torres Cuevas: Historia de Cuba: La Colonia, p. 180.
[6] J. Le Riverend: Historia Económica de Cuba, p. 3.
[7] Ob. Cit. p 5.
[8] M. C. Barcia, G. García y E. Torres Cuevas: Historia de Cuba: La Colonia, p. 150.
[9] M. Cruz: Camagüey: Biografía de una Provincia, pp. 51-52.
[10] J. Le Riverend. Historia Económica de Cuba.
P. 51.
[11] Ob, Cit., p. 53.
[12] M. C. Barcia, G. García y E. Torres
Cuevas: Historia de Cuba: La Colonia, p. 278.
[13] Enciclopedia
Jurídica Española, p. 425.
[14] F. Portuondo: Historia de Cuba (1492-1898), pp. 176-178.
[15]
J. Le Riverend: Historia Económica
de Cuba, p. 78.
[16]
Ob. Cit., p 78.
[17]
Ob. Cit., p. 78.
[18] Puede profundizarse al respecto en
C. Coll: El Cabildo de Santa Clara y la Formación de una Identidad Regional Villaclareña
en el Siglo XVIII, pp. 44-47.
[19] Se refiere, específicamente, a la Real Cédula de 3 de
Octubre de 1762 (que autorizaba la reexportación de interportuaria en América y
eximía el pago del almojarifazgo, estableciendo un único gravamen sobre el 5%
de impuesto, abriendo las puertas al comercio intercolonial), la Real Cédula de 26 de
Octubre de de 1763 (que autorizaba a
comprar víveres en las colonias extranjeras en caso de necesidad extrema), la Legislación llamada
“del Comercio Libre” del 16 de Octubre de 1765 (a través de la cual se extendía
el comercio en América a todas las provincias de España), la autorización del
comercio libre con los buques norteamericanos (1777-1778), el Reglamento de
Comercio Libre del 12 de Octubre de 1778, la Real Cédula de 25 de
enero de 1780 (que autorizaba a los colonos a comprar esclavos en las colonias
francesas), la Real Cédula
de 8 de abril de 1778 (que establece la coartación), y la Real Cédula de 28 de
febrero de 1789 (que establece la libertad de importación de esclavos, sólo
aplicada a Cuba, Puerto Rico y Santo Domingo). Ob. Cit., pp. 50-51.
[20] Ob. Cit., p. 53.
[21] J. Le Riverend. Historia Económica de Cuba. p., 144.
[22] J. Cantón Navarro: El Desafío del Yugo y la Estrella, p. 14.
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