Luis Machado Ordex a la derecha. Carlos S. Coll a la izquierda. |
Por Luis Machado Ordetx
Las Actas Capitulares del Cabildo de Santa
Clara, a partir de 1689 con la fundación de la jurisdicción y las anotaciones
de un siglo después, acentúan la mirada hacia la identidad cultural e histórica
de la localidad.
Santa
Clara y su historia “antigua”, o menos cercana en el tiempo, asombran. Los
pasajes menos manoseados tienen urgencia de reclamos e interpretaciones
explicativas. Muchos permanecen ocultos en papelerías fundacionales de tres
siglos atrás. Todos precisan de detalles y argumentaciones. Al
contextualizarlos tienden un puente dirigido hacia el presente y su
contemporaneidad: fundamentan cómo se formó la manera de pensar con cierta
irreverencia en el coterráneo forjado en estas tierras.
Desde esa
óptica se penetra en acontecimientos referidos a la idiosincrasia y la
identidad cultural. Son dos fenómenos que transitan juntos en el epicentro psicológico
de lo después denominado como cubano. Es vital la manera de escarbar, o de inquirir,
en lo encubierto. Constituye, por tal razón, el signo de una hermenéutica, o de
un inequívoco y plausible cimiento de definición.
Por
fortuna hay una avalancha sostenida en repasos diferentes. Todos tienden a los detenimientos
previos a esas edificaciones que ahora ofrecen afeites transformistas, o cuando
apenas por entonces constaban los inexistentes espacios jurisdiccionales. En
tanto llegaron las huellas histórico-culturales
desplazadas, allá en 1607, hacia la
primera división político-administrativa colonial.
La Isla,
entonces, fue fragmentada en dos gobiernos, uno radicado en La Habana, el
rector, y otro de guerra, en Santiago de Cuba. Todos eran dependientes de la
Audiencia de Santo Domingo, mientras la jurisdicción de San Juan de los Remedios
del Cayo, la progenitora de la futura región logocéntrica y mediterránea de
Santa Clara, quedó excluida de un acatamiento específico.
Años
después, en 1621 se corrigió el error, y se agregó a La Habana. Sin embargo, no
hubo cotos al “libertinaje” que propagó
la manera de ser y actuar de los vecinos al amparo de un Cabildo que efectuaba
“reuniones” y “tomaba” decisiones a su antojo. No fue hasta 1827 que Dionisio
Vives, el Capitán General, organizó el Departamento Central, subordinado desde
Trinidad a La Habana.
En 1851
viene otra ocurrencia a la demarcación. Gutiérrez de la Concha, el Capitán
General, decidió que la parte céntrica de la Isla se uniera a la occidental.
Los cambios, por supuesto, afianzaron una manera de deliberar en el libre
albedrío. Fue un laissez faire, como
“dejar hacer” en la composición político-económico. El pensamiento de los
decisores de Santa Clara, ya fragmentada antes en territorios correspondientes
a las jurisdicciones de Cienfuegos y Sagua la Grande, se acentúo hacia las
“periferias” y el anhelo imposible por los ámbitos marítimos.
Con los Conflictos de identidad (Capiro, 2017),
de Carlos Santiago Coll Ruiz, hay un paso, tal vez otro, en el anuncio a la
sostenida irreverencia y el sentido contestatario de los nacidos en la
localidad. Surge un “poco caso” a disposiciones y ordenanzas impuestas por las
autoridades españolas. Un ímpetu de individualidad se imputó a Santa Clara, un
territorio en el cual siempre se “rumió” en consolidarlo al exterior. Hubo una
alarma en la pugna con todos los contrarios.
De un lugar,
Remedios y el hálito que trajeron las familias fundadoras, jamás podrá desprenderse el sueño. Nadie
negará que se corresponda con el desgajamiento que suscitó hacia el interior,
tierra adentro, como advierte el investigador.
Años
duraron. El 15 de julio de 1941, Santa Clara inauguró la Avenida San Juan de
los Remedios, ruta después de muchos nombres. Ahora la inscripción, en relieve,
en placa de madera embadurnada en cuanta pintura existe en construcción pública,
está escondida. Entonces fue cuando el
acercamiento entre ambos pueblos marcó un sentido más perfectible en los
decisores gubernamentales.
Todavía
la “lámina” permanece dormida. Cuando se rememora el encuentro, allá en el
Puente de La Cruz, los congregados en la celebración posterior a la llegada del
aniversario 300 de la ciudad, apenas echaron
un vistazo o compensaron un diálogo con el letrero. Creo, incluso, que muchos
jamás han mirado hacia allí.
Es como
lo no existente. ¿Será sentido de audacia, desconocimiento, y hasta
indiferencia? No, sencillamente de inconsistencia por un fragmento de
nuestra historia pasada en una ciudad,
Santa Clara, que todos los días se torna más anárquica y desordenada.
La
reciente publicación y advertencia de la editorial Capiro, con Conflictos de identidad, es prueba
elocuente de cuánto necesitamos todos de indagaciones en los orígenes históricos.
Pondríamos un coto al desconcierto de copias miméticas despojadas del
razonamiento.
El
escritor Coll Ruiz, y su apoyatura teórica, a partir de las Actas Capitulares
del primer siglo de fundación de Santa Clara, reemprenden las llamas de un
estudio que sirve, tanto a especialistas como a lectores comunes, para explicar
desde el pasado aspectos inherentes a la psicología del presente. En tal razón,
al volver una contemplación a la ciudad, no olvidamos a un erudito, José A.
Martínez-Fortún y Foyo.
Cuando ese
investigador retomó la búsqueda informativa de documentos capitulares de San
Juan de los Remedios, con profundo pesar hizo una anotación. En 1689 «No hay
datos de este año y pocos de 1677
a 1688», según suscribió al acotar el Apéndice
Tercero de los Anales y Efemérides (1936), voluntad curiosa pocas veces superada desde entonces, y de la
cual los historiadores jamás se cansarán de disfrutar.
Claro,
nunca aparecerían porque el grupo litigante, formado por Jacinto de Rojas,
Bartolomé del Castillo y Juan Jiménez, terratenientes con propiedades cercanas
a Remedios, quedaron allá a pesar de los parentescos familiares con los Díaz de
Pavia-Rojas de Pavia, los “conquistadores” de Santa Clara.
Dejaron entonces
orquestadas, con mantones religiosos, una historia con los demonios del
inframundo y el cobijo terrenal. Todo deriva en una obsesión económica, en
última instancia geófaga, y que Santa Clara desde entonces llevó a cuestas
durante varios siglos.
El 12 de
enero de 1691 expiró el «plazo señalado para que los vecinos de Remedios
abandonaran la villa y se trasladaran a Santa Clara, y entonces llegó a El Cayo
el capitán Pérez de Morales en su papel de comisionado y de alcalde, acompañado
por cuarenta hombres armados con escopetas, lanzas, hachas y machetes, para
hacer cumplir el decreto», apuntó Martínez-Fortún y Foyo en tono soberbio y no
de nostalgia.
Advirtió:
«Solo se salvó del desastre la
Iglesia y la casa de un regidor. Todo lo demás fue pasto de
las llamas», advirtió. En tanto Manuel Dionisio González, en la Memoria Histórica de la Villa de Santa Clara
y su Jurisdicción (1858), indicó que esas huestes hicieron más estragos que
los corsarios y piratas, aquellos “invasores” del Tésico durante los engarces
de siglos xvi-xvii, los de mayores incursiones.
De
inmediato, unos asaltaban los puntos costeros y tierras del interior de Remedios,
y los otros la “fuerza” desmedida. De los primeros, al menos alguna que otra
vez sus habitantes acometieron, postura lógica, los más insospechables trueques
comerciales con los extraños “viajeros” de los mares del Caribe, y con los
segundos la resistencia tenaz por no abandonar lo que llamaron “terruño” en
aquel tiempo.
Hay tanto que
investigar e insistir en la historia, y en la cultura, que aún estamos en
camino de saldar trechos, como dice aquel viejo documento que en 1840 divulgó la
Sociedad Económica Amigos del País para explicar un
curioso caso de “usurpación” de una población isleña por otra. Tal vez sea el
único que exista entre nosotros los cubanos.
Aborda el “Expediente
que siguieron los vecinos de S. Juan de los Remedios del Cayo, con motivo a la
pretendida traslación de aquel pueblo a la villa de Santa Clara”, y allí consta
como el 17 de diciembre de 1765 en petición a Miguel de Garro y Bolívar,
procurador general, se acordó que el 1 de junio de 1691, se llevara a efecto la
partida de una población que peleó por subsistir. Era un decreto de Diego Evelino
de Compostela, Obispo de Cuba, Jamaica y la Florida, y del Consejo de su Majestad el Rey.
Son mujeres las que
lanzaron el reclamo. Declaran enfáticas que «nos hallamos en este lugar, patria
nuestra, tan desoladas, con tantos disgustos, penalidades y calamidades (…) que
no sabemos si estamos en este mundo o en el otro». Es síntoma de intransigencia
que, después de formado el pueblo cubano, tanto acompaña a todos.
De Santa Clara y de
su gente, y de particularidades no muy extendidas hacia otros territorios
cubanos, habla Conflictos de Identidad,
el libro que suscribe Coll Ruiz. Es un texto que apela, desde el lenguaje de
las Actas Capitulares, al lector que recorre la Jurisdicción, aquella fundada
con el desgajamiento definidor de costumbres,
sociedad, cultura y ontología histórica.
La razón estriba,
como apunta, en los Cabildos que desde 1690, en Santa Clara y su jurisdicción,
«son gestores de una identidad local, asumen su defensa ante rivalidades y
conflictos que se generan a lo largo de esa centuria». En cada agresión, al
parecer, siempre hubo una respuesta, y cuando no la lograron, sencillamente la
buscaron.
En 1762, cuando la
invasión y toma posterior de La Habana por fuerzas inglesas, el cuerpo de
Regidores de Santa Clara, sin distinción de color o raza (hombres libres,
esclavos, ricos o pobres), se alistó para repeler la agresión. Advierte el
escritor, que eso constituyó un «obstáculo» a la expansión hacia el oriente del
país. Similar actitud efectuaron en defensa de las costas de Remedios-Trinidad.
Era la única vía para defender lo propio, y lo después nuestro.
Es esencia una manera
de hurgar en la historia para observar el ser en la construcción discursiva, de
imaginarios sociales, de ideología de grupo, así como de memoria y proyecto
común. Todo es visto desde el reclamo de una minuciosa atención.
A este libro habrá
que volver para comprender que muchos de nuestros problemas actuales, en
conducción y particularidad, no son nuevos.
El sustento subyace en
la identidad surgida a partir del establecimiento de
un espacio geográfico, de actuación independiente, de liberalidad,
desobediencia y autonomía. Ahí está aquel espíritu criollo gestado en la decisión
de ser y estar en un punto de tiempo y el lugar geofísico para determinar el camino hacia lo propio y único,
la identidad.
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