Por: Eusebio Leal
Recuerdo vivamente los sentimientos personales en
relación con Carlos Manuel de Céspedes y el Mayor General Pedro Figueredo
expresados por el compañero Fidel. Del
primero, en su memorable discurso del 10 de octubre de 1968, en ocasión del
centenario del inicio de la gesta independentista, quedó una definición
abarcadora y absoluta: «…lo
que engrandece a Céspedes es no solo la decisión adoptada, firme y resuelta de
levantarse en armas, sino el acto con que acompañó aquella decisión —que fue el
primer acto después de la proclamación de la independencia—, que fue
concederles la libertad a sus esclavos, a la vez que proclamar su criterio
sobre la esclavitud, su disposición a la abolición de la esclavitud en nuestro
país».
Gran verdad que encierra la comprensión dialéctica de un
proceso político de sólida continuidad: «Nosotros
entonces —aseguró ese día— hubiéramos sido como ellos; ellos hoy hubieran sido
como nosotros». Fidel halló razones suficientes en el acto
audaz y simbólico de aquel 20 de octubre de 1868 para suscribir un decreto ley
fundamentado en la interpretación pública del Himno Nacional en la ciudad de
San Salvador de Bayamo, devenida capital de la insurgencia patriótica.
La participación popular mostró una unánime sintonía con
aquella estructura musical y poética que al decir de la Doctora María Teresa
Linares «sigue el patrón rítmico de una marcha, está dividido en dos partes que
se complementan en la música desde el punto de vista melódico y formal». El
texto «en estrofas de cuatro versos decasílabos corresponde a las estructuras
que se usaban en el siglo XIX para las canciones» ya criollas. De manera
excepcional, en una obra lograda se reunieron los valores fundamentales de la
cultura cubana.
Es cierto que el Doctor Figueredo, nacido en Bayamo en
1818, abogado y notable animador de la vida intelectual entre sus
contemporáneos tenía como afición cultivada el amor a la música, de lo cual
hallamos antecedentes en su condición de miembro y partícipe de la sociedad La
Filarmónica, en Bayamo, ciudad que junto a Manzanillo mostraba una asombrosa
actualidad de los hechos relevantes en la cultura mundial. Allí confluía con
hombres del mundo del arte y la literatura como Juan Clemente Zenea, José
Joaquín Palma, José Fornaris y José María Izaguirre.
No era precisamente un músico pero había afinado pianos
para pagarse sus estudios y poseía los rudimentos necesarios como compositor.
Mucho debe haber influido su conocimiento del patrimonio sonoro universal que
creció en sus estancias europeas. Me decía el anciano maestro Manuel Duchesne
Morillas, quien fuera director de la Banda Municipal de La Habana, que en
nuestro Himno hay algo de El
Barbero de Sevilla, la ópera de Gioachino Rossini y desde luego,
de los vigorosos acordes de La
Marsellesa, el glorioso cántico de la Revolución Francesa de 1789.
Evocábamos además, que al crear su magistral Obertura romántica en
1812, Pyotr Ilyich Tchaikovsky incorporó en la épica composición del tema de la
batalla de Borodino los aires del himno nacional del imperio ruso y de La Marsellesa, al abordar
el drama sonoro de la batalla del río Moscova que enfrentó a la Grande Armée
francesa bajo el mando de Napoleón I de Francia y al ejército de Alejandro I de
Rusia.
En su versión original, nuestro himno —identificado
también como La Bayamesa—
se escuchó por vez primera en la festividad religiosa del Corpus Christi, en la
Iglesia Parroquial de Bayamo, el 11 de junio de 1868, durante la Misa solemne y
procesión popular. Figueredo le había entregado con anterioridad la partitura a
Manuel Muñoz, director de la orquesta de la Iglesia Mayor, para su arreglo
instrumental.
No olvidemos que la monarquía española se consideraba y
de derecho pontificio lo era, católica. El capitán general, por ende, era el
vicerreal patrono de la Iglesia y las autoridades locales militares y civiles
comparecían en las fiestas y ceremonias solemnes. No es de extrañar que al
escucharse aquella melodía le surgiese la interrogante al coronel español
Julián Udaeta, Gobernador Militar de esa Plaza, de que más parecía marcha
militar que himno piadoso.
Se conspiraba en Bayamo y en otras localidades del
centro, Oriente y Occidente de Cuba. Y entre el grupo de los liberales más
conspicuos, masón de grado, se encontraba el Dr. Figueredo. El 20 de octubre,
rendida la plaza después de un apasionante asedio, Céspedes, en su condición de
líder del movimiento, ofreció una capitulación con honor al coronel Udaeta y
atrajo al seno de la insurgencia a Modesto Díaz, el exoficial dominicano
devenido servidor de la milicia realista. Este llegaría a ser en su ejecutoria
posterior el incapturable guerrillero que tendría por orgullo el apelativo de
Jabalí de Oriente.
Al adentrarse en Bayamo el recién estrenado Ejército
Libertador, no lejos del atrevido caudillo que había dado la libertad a sus
esclavos y proclamado el derecho a la emancipación y al ejercicio pleno de la
libertad para todos los cubanos, marchaba el Dr. Figueredo. Se dice que el día
20, mientras festejaban la toma patriótica de la villa, sobre la montura de su
caballo Pajarito iba Perucho componiendo el poema de su memorable e inmortal Bayamesa,
cuya melodía ya tarareaba la multitud: Al
combate corred bayameses que la patria os contempla orgullosa… Y no lejos de
él, atraía poderosamente la atención su hija Candelaria, abanderada de la
tropa, jinete de bata blanca, llevando el gorro frigio y los atributos de la
bandera de Cuba.
Céspedes entraría en la Iglesia Mayor bajo Palio, el
dosel bordado sostenido por seis varas de plata a cuya sombra ingresaba siempre
la máxima autoridad y asumió el título provisorio de Capitán General del
Ejército Libertador de Cuba. Allí se escucharía el Te Deum, canto de gratitud al altísimo y de
victoria, solo entonado en contadas oportunidades, y más tarde, sobre las
gradas que preceden a la puerta principal de lo que es hoy la catedral de
aquella ciudad, el coro reforzado por miles de voces populares interpretó por
vez primera nuestro Himno.
Al Dr. Figueredo el destino le depararía duras pruebas.
Su vida como hombre de gabinete no era la de su mentor y amigo Céspedes, jinete
y esgrimista, hombre temible en el uso del arma de fuego probada en la caza o
el duelo. Era Perucho un ser reflexivo, cuyos ojos en el retrato que
conservamos, obra del maestro santiaguero Federico Martínez, aparecen brillantes
pero marchitos por la lectura y el estudio. No soportaría los rigores de la
guerra. Enfermo le capturaron y sus sentimientos fueron los mismos de aquella
proclama que dirigió al pueblo bayamés en octubre de 1868: «Yo me uniré a
Céspedes y con él marcharé a la gloria o al cadalso».
Lo acompañó en lo primero y le precedió en la muerte. Fue
fusilado descalzo, en un matadero de animales al que llegó por sus propios pies
ulcerados, exhausto pero inamovible en sus ideas independentistas, el 17 de
agosto de 1870, en Santiago de Cuba. Yace en una fosa común jamás identificada
pero su nombre permanecerá perennemente unido al de su obra mayor, nuestro
Himno. Ante su efigie y su memoria han de inclinarse con la cabeza descubierta
los cubanos de todos los tiempos.
La versión del bello cántico que entonamos hoy la debemos
también al Apóstol José Martí, quien publicó la letra y una variante
musicalizada por Emilio Agramonte, en la edición del periódico Patria, el 25 de
junio de 1892, con la sentida esperanza de que lo entonaran enardecidos «todos
los labios y lo guardaran todos los hogares (…), el himno en cuyos acordes, en
la hora más bella y solemne de nuestra patria, se alzó el decoro dormido en el
pecho de los hombres».
Tomado de Cubadebate
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